EL FINAL: 03.10.2002-17.08.2017
Sólo una vez en mi vida había visto a un perro morir. Era mayor, y lo estaba cuidando en mi casa. Empezó a pasarlo mal, llorando toda la noche, bebiendo agua para luego vomitarlo. A las 11.00 del día siguiente, vi como la vida se fue de sus ojos.
¿Cómo elegir la muerte de tu perro? Siempre había esperado que fuera de viejo, pero en realidad ¿eso qué significa? ¿Sin sostenerse en pie? ¿Con fallo de órganos? ¿Ciego, sordo y en los huesos? Supongo que lo mejor sería que ninguno de esas cosas, simplemente que una noche, mientras durmiera, pero supongo que eso pasa pocas veces.
La Decisión
Al final, a mi me tocó tomar esa decisión que nadie quiere tomar. Hacia 5 meses desde que le diagnosticaron el cáncer de tiroides. Le medicamos un poco, con anti-inflamatorios que luego quitamos porque tenía siempre caca suelta y vomitaba. Al final sólo tomaba un jarabe natural. ¿Algo haría? Pues no sé. Pero la verdad es que se le notaba bien, anímicamente. No se quejaba, se levantaba sin problema, iba de paseo disfrutando e incluso le gustaba jugar con la pelota. Lo que apenas hacía era comer y claro, eso ya es un problema. Por lo tanto iba perdiendo peso, los músculos atrofiándose. Iba quedándose en los huesos. La otra pregunta que se puede hacer cada uno: ¿quiero que sea rápido o lento? Tengo amigos a quienes se les han muerto los perros en unos días. Quizá no sufres tanto tiempo, pero siento que no me daría tiempo de asimilarlo. Pero lo contrario, alargarlo, tampoco lo veo, si el perro está sufriendo. En nuestro caso, anímicamente le veía bien, pero cada día veía más hueso lo cual me causaba más dolor y desesperación porque no comía. Si tan sólo comiera seguro estaría mejor. Pero no fue el caso.
El viernes 11 me entró algo de pánico pensando que no iba a aguantar el fin de semana, ni hablar de llegar a las vacaciones a Asturias en septiembre. Había bebido agua y luego vomitado lo cual me recordó al otro perro. El sábado recojí un pollo asado que había encargado y casi se me tira al cuello por comerlo. ¡Qué alegría me entró! Pero por la tarde ya ni quiso la segunda mitad. Llegó el lunes y al veterinario fuimos. La veterinaria que nos atendió había estado de vacaciones por lo tanto no lo había visto en tiempo. Al volver a verlo le impactó lo atrofiado que tenía los músculos. Le miró la boca y creía que podría tener anemia. Le hizo una ecografía y una analítica. Me dió los resultados, los cuales no entendí del todo menos que el hígado estaba ya por completo consumido por el cáncer y que la analítica estaba bastante mal. No comprendiendo del todo la gravedad, me explicó que, de un punto de vista veterinario, lo mejor sería acabar con el sufrimiento. Yo no había visto sufrimiento, por lo menos no expresado por su boca. Los huesos visibles hablaban por si, pero él no decía nada. Pero estaba claro, la veterinaria decía que sufría, así que ya tocaba lo que nunca quería que tocara. Y me empezaron a caer las lagrimas. La realidad se me venía encima. No podía más. Me fuí. Ya en casa le mandé un mensaje para concertar cita para el jueves. El miércoles tendríamos otra cita.
Despedida
Quería que pudiera despedirse principalmente de sus amigos humanos, aunque estaban bienvenidos los perros también. Quedamos en el parque de Las Tres Culturas, la norma que todos viniesen alegres y con mimos. A algunos les costó no llorar. A mí no. Me sentí bien. Vinieron tanto viejos amigos como nuevos. No lloriqueó como es su costumbre cuando ve a sus amigos humanos, pero estaba contento de verles. Lo acariciaban, le tiraban la pelota que 'persiguía' muy despacito, le daban chuches que le costó comer pero al final se rindió y comió. Lo que no comió fue la tarta que le había encargado por si algo nuevo le podría apetecer. ¡Se la comieron los demas! Se quedó mucho rato en la hierba rodeado de gente que le estimaba, que le quería.
A la hora de irme, me daba cuenta de lo que estábamos haciendo ahí: despedirnos. Había parecido un encuentro entre amigos. De ahí que me encontraba bien. Pero ahora recordaba lo que realmente era y que se acababa el tiempo. No le volverían a ver después de ese día. Se acercaba el momento y ya empecé a decaerme un poco. Vueltos a casa, cené y poco después tomé un chupito de tequila a la salud de Morenito junto con Irene que había traído a Nika para despedirse también. Ya subidos a la cama, nos quedamos un rato en el balcón, donde él siempre pasa la noche junto a Tamal. Vimos las estrellas pero no reflexionamos sobre nuestras vidas juntos. Me vi incapaz. No porque dolía. Más bien creo que porque aún no asimilaba lo que iba a pasar, que él no iba a estar ya a la noche siguiente para contarle todo. Creo también que no sabía lo que le quería decir.
¿Cómo elegir la muerte de tu perro? Siempre había esperado que fuera de viejo, pero en realidad ¿eso qué significa? ¿Sin sostenerse en pie? ¿Con fallo de órganos? ¿Ciego, sordo y en los huesos? Supongo que lo mejor sería que ninguno de esas cosas, simplemente que una noche, mientras durmiera, pero supongo que eso pasa pocas veces.
La Decisión
Al final, a mi me tocó tomar esa decisión que nadie quiere tomar. Hacia 5 meses desde que le diagnosticaron el cáncer de tiroides. Le medicamos un poco, con anti-inflamatorios que luego quitamos porque tenía siempre caca suelta y vomitaba. Al final sólo tomaba un jarabe natural. ¿Algo haría? Pues no sé. Pero la verdad es que se le notaba bien, anímicamente. No se quejaba, se levantaba sin problema, iba de paseo disfrutando e incluso le gustaba jugar con la pelota. Lo que apenas hacía era comer y claro, eso ya es un problema. Por lo tanto iba perdiendo peso, los músculos atrofiándose. Iba quedándose en los huesos. La otra pregunta que se puede hacer cada uno: ¿quiero que sea rápido o lento? Tengo amigos a quienes se les han muerto los perros en unos días. Quizá no sufres tanto tiempo, pero siento que no me daría tiempo de asimilarlo. Pero lo contrario, alargarlo, tampoco lo veo, si el perro está sufriendo. En nuestro caso, anímicamente le veía bien, pero cada día veía más hueso lo cual me causaba más dolor y desesperación porque no comía. Si tan sólo comiera seguro estaría mejor. Pero no fue el caso.
El viernes 11 me entró algo de pánico pensando que no iba a aguantar el fin de semana, ni hablar de llegar a las vacaciones a Asturias en septiembre. Había bebido agua y luego vomitado lo cual me recordó al otro perro. El sábado recojí un pollo asado que había encargado y casi se me tira al cuello por comerlo. ¡Qué alegría me entró! Pero por la tarde ya ni quiso la segunda mitad. Llegó el lunes y al veterinario fuimos. La veterinaria que nos atendió había estado de vacaciones por lo tanto no lo había visto en tiempo. Al volver a verlo le impactó lo atrofiado que tenía los músculos. Le miró la boca y creía que podría tener anemia. Le hizo una ecografía y una analítica. Me dió los resultados, los cuales no entendí del todo menos que el hígado estaba ya por completo consumido por el cáncer y que la analítica estaba bastante mal. No comprendiendo del todo la gravedad, me explicó que, de un punto de vista veterinario, lo mejor sería acabar con el sufrimiento. Yo no había visto sufrimiento, por lo menos no expresado por su boca. Los huesos visibles hablaban por si, pero él no decía nada. Pero estaba claro, la veterinaria decía que sufría, así que ya tocaba lo que nunca quería que tocara. Y me empezaron a caer las lagrimas. La realidad se me venía encima. No podía más. Me fuí. Ya en casa le mandé un mensaje para concertar cita para el jueves. El miércoles tendríamos otra cita.
Despedida
Quería que pudiera despedirse principalmente de sus amigos humanos, aunque estaban bienvenidos los perros también. Quedamos en el parque de Las Tres Culturas, la norma que todos viniesen alegres y con mimos. A algunos les costó no llorar. A mí no. Me sentí bien. Vinieron tanto viejos amigos como nuevos. No lloriqueó como es su costumbre cuando ve a sus amigos humanos, pero estaba contento de verles. Lo acariciaban, le tiraban la pelota que 'persiguía' muy despacito, le daban chuches que le costó comer pero al final se rindió y comió. Lo que no comió fue la tarta que le había encargado por si algo nuevo le podría apetecer. ¡Se la comieron los demas! Se quedó mucho rato en la hierba rodeado de gente que le estimaba, que le quería.
A la hora de irme, me daba cuenta de lo que estábamos haciendo ahí: despedirnos. Había parecido un encuentro entre amigos. De ahí que me encontraba bien. Pero ahora recordaba lo que realmente era y que se acababa el tiempo. No le volverían a ver después de ese día. Se acercaba el momento y ya empecé a decaerme un poco. Vueltos a casa, cené y poco después tomé un chupito de tequila a la salud de Morenito junto con Irene que había traído a Nika para despedirse también. Ya subidos a la cama, nos quedamos un rato en el balcón, donde él siempre pasa la noche junto a Tamal. Vimos las estrellas pero no reflexionamos sobre nuestras vidas juntos. Me vi incapaz. No porque dolía. Más bien creo que porque aún no asimilaba lo que iba a pasar, que él no iba a estar ya a la noche siguiente para contarle todo. Creo también que no sabía lo que le quería decir.
El Día
Al día siguiente nos despertamos, con más ímpetu del que normalmente soy capaz. Me preparé y salí un momento al balcón con ellos. Miré la panorámica, que siempre le incluye a él, tumbado, mirando al horizonte. Suspiré, cada vez más consciente de lo que tocaba. Bajamos. Abrí a los demás para que salieran al patio, luego les puse el desayuno. Coji a Morenito, que no iba a desayunar, y poniéndole el collar salimos a dar nuestro último paseo. Despacito paseábamos por las calles de su hogar recordando momentos, secando lágrimas. Llegamos a nuestra calle y seguimos para dar la vuelta a la casa y llegando a la esquina para volver, se paró para mirar al campo, como si despidiéndose.
Volvimos a casa, yo cada vez más consciente de lo que iba a pasar. Ya quedaba poco para que llegara la veterinaria. Había pedido que viniera a casa. No quería que se muriera en la clínica. Nunca le gustaba ir, no desde que una vez en Cuenca le pincharon algo que le dolió. No quería que lo último que viera era la consulta, encima de una mesa metálica y fría. Quería que estuviera en su casa, en el huerto de hecho. Siempre ha sido territorio prohibido para los perros, con vallas, pero últimamente no había reglas para él y cuando yo entraba al huerto, él me acompañaba. También quería que Petunia y Tamal se pudieran despedir de él si quisieran.
Cada vez me costaba más retener las lágrimas. Llegó la veterinaria y me explicó como se hacía. Yo le expliqué donde quería hacerlo. Se prestó a todo para que fuera como quería. Se le puso la anestesia y lo pasé al huerto. Andó un poco, hasta el limonero y paró. Pronto se sentó. Enseguida se tumbó. Luego apoyó la cabeza. Lo coloqué para que estuviera más cómodo, acariciándolo siempre. Como tenía que poner una vía la veterinaria, le dimos la vuelta por el poco espacio que había. Le costó encontrar la vena, pero al final lo consiguió. Algunos habían dicho que era una decisión difícil pero que si lo tenía claro, era lo correcto. El problema es que no lo tenía claro. La veterinaria sí. Pero yo no. Pero me fío de su opinión profesional. Fue ella que le encontró el tumor, le diagnosticó el cáncer y le cuidó durante todo el tiempo posible hasta el final. La verdad que una vez tomada la decisión, todos los días le decía "aguanta hasta la tarde que vienen Eva y Quique a verte", "aguanta hasta mañana que vas a ver a tus amigos", "aguanta hasta el jueves que todo acabará", entonces supongo que algo habré visto en él que me preocupara que no llegaría a su cita, que estaba sufriendo, etsaba cansado. Pero en muchos sentidos le vi bien. Su último paseo muy bien. Dimos una buena vuelta, sin pasarnos, y no se cansó, no arrastraba las patas, no jadeaba excesivmente. Siempre había dudas. ¿Lo iba a matar antes de tiempo? ¿Me estaba rindiendo? Pero ¿hasta dónde hay que aguantar? ¿Hasta que no coma nada de nada ningún día de la semana y se muere de inanición? ¿Hasta que no se pueda levantar? Siempre quise que tuviera calidad de vida, pero ¿acaso actuábamos muy pronto? Cuando la veterinaria le ponía la adrenalina, me pareció ver que enseñó los dientes, poquito, pero eso me parecía. ¿Acaso le dolía? O ¿habrá sabido lo que estaba pasando y estaba intentando decirnos que parásemos? Tarde. Le acariciaba. La veterinaria escuchaba su corazón hasta decirme que ya. Ya no latía. Ese corazoncito ya no latía. Ese latido que me había dado vida a mi, ya no latía.
Me ayudó a sacarlo del huerto y dejarlo encima de una manta, me dió ánimos y se despidió. Ya solos, saqué a Petunia y Tamal para que pudieran despedirse también. Tamal se acercó de prisa buscando a la veterinaria pero se paró en seco cuando se percató de Morenito tirado en la manta. Lo olfateó un poco y luego se tumbó en la puerta. Nada fuera de lo normal para ella. Petunia no pareció darse cuenta. Me tumbé a su lado abrazándolo desde atrás y empezó el chorro de lágrimas. Imparable. Ya se había hecho realidad. Ya estaba hecho. No había vuelta atrás. Inconsolable, me quedé a su lado llorando, sintiendo su cuerpo, su pelo, su calor. En un momento levanté la cabeza para encontrar a Petunia tumbada a su lado, entre sus patas estiradas. Me gustaría pensar que se estaba despidiendo pero sinceramente me imagino que más bien se había caído de lado. Pero bueno, la imagen era bonita. Lloré otro tanto, diciéndole que le quería y regañándole por dejarme. Luego me levanté. No quise acariciarlo y sentirlo frío. Quería fingir por lo menos que estaba dormido. Para que no le diera demasiado el sol, lo envolví en la manta y lo llevé a nuestro salón pequeño donde lo dejé en su sillón. Dormido. Hubo un momento en que vi sus ojos, ya sin vida y su boca entreabierta. Rápidamente quité la vista. No quise recordarlo así. Quise recordarlo en vida.
Al poco rato me llamaron a la puerta, que había venido Patri. Varias personas se habían ofrecido a acompañarme al crematorio pero dije que no hacía falta. Sin embargo, ella vino y fue una buena distracción. Llamaron del crematorio mientras desayunábamos. Como había tenido que esperar confirmación de la cita con la veterinaria no pude confirmar la cita con ellos y por lo tanto había perdido mi cita. Ya no se iba a incinerar hoy. Podía dejarlo pero lo incinerarían al día siguiente. Llegó la hora de ir. Volví al salón y la idea de coger su cuerpo inmóvil sacó de nuevo las lágrimas pero lo hice, lo llevé al coche. Nos subimos y partimos.
Al día siguiente nos despertamos, con más ímpetu del que normalmente soy capaz. Me preparé y salí un momento al balcón con ellos. Miré la panorámica, que siempre le incluye a él, tumbado, mirando al horizonte. Suspiré, cada vez más consciente de lo que tocaba. Bajamos. Abrí a los demás para que salieran al patio, luego les puse el desayuno. Coji a Morenito, que no iba a desayunar, y poniéndole el collar salimos a dar nuestro último paseo. Despacito paseábamos por las calles de su hogar recordando momentos, secando lágrimas. Llegamos a nuestra calle y seguimos para dar la vuelta a la casa y llegando a la esquina para volver, se paró para mirar al campo, como si despidiéndose.
Volvimos a casa, yo cada vez más consciente de lo que iba a pasar. Ya quedaba poco para que llegara la veterinaria. Había pedido que viniera a casa. No quería que se muriera en la clínica. Nunca le gustaba ir, no desde que una vez en Cuenca le pincharon algo que le dolió. No quería que lo último que viera era la consulta, encima de una mesa metálica y fría. Quería que estuviera en su casa, en el huerto de hecho. Siempre ha sido territorio prohibido para los perros, con vallas, pero últimamente no había reglas para él y cuando yo entraba al huerto, él me acompañaba. También quería que Petunia y Tamal se pudieran despedir de él si quisieran.
Cada vez me costaba más retener las lágrimas. Llegó la veterinaria y me explicó como se hacía. Yo le expliqué donde quería hacerlo. Se prestó a todo para que fuera como quería. Se le puso la anestesia y lo pasé al huerto. Andó un poco, hasta el limonero y paró. Pronto se sentó. Enseguida se tumbó. Luego apoyó la cabeza. Lo coloqué para que estuviera más cómodo, acariciándolo siempre. Como tenía que poner una vía la veterinaria, le dimos la vuelta por el poco espacio que había. Le costó encontrar la vena, pero al final lo consiguió. Algunos habían dicho que era una decisión difícil pero que si lo tenía claro, era lo correcto. El problema es que no lo tenía claro. La veterinaria sí. Pero yo no. Pero me fío de su opinión profesional. Fue ella que le encontró el tumor, le diagnosticó el cáncer y le cuidó durante todo el tiempo posible hasta el final. La verdad que una vez tomada la decisión, todos los días le decía "aguanta hasta la tarde que vienen Eva y Quique a verte", "aguanta hasta mañana que vas a ver a tus amigos", "aguanta hasta el jueves que todo acabará", entonces supongo que algo habré visto en él que me preocupara que no llegaría a su cita, que estaba sufriendo, etsaba cansado. Pero en muchos sentidos le vi bien. Su último paseo muy bien. Dimos una buena vuelta, sin pasarnos, y no se cansó, no arrastraba las patas, no jadeaba excesivmente. Siempre había dudas. ¿Lo iba a matar antes de tiempo? ¿Me estaba rindiendo? Pero ¿hasta dónde hay que aguantar? ¿Hasta que no coma nada de nada ningún día de la semana y se muere de inanición? ¿Hasta que no se pueda levantar? Siempre quise que tuviera calidad de vida, pero ¿acaso actuábamos muy pronto? Cuando la veterinaria le ponía la adrenalina, me pareció ver que enseñó los dientes, poquito, pero eso me parecía. ¿Acaso le dolía? O ¿habrá sabido lo que estaba pasando y estaba intentando decirnos que parásemos? Tarde. Le acariciaba. La veterinaria escuchaba su corazón hasta decirme que ya. Ya no latía. Ese corazoncito ya no latía. Ese latido que me había dado vida a mi, ya no latía.
Me ayudó a sacarlo del huerto y dejarlo encima de una manta, me dió ánimos y se despidió. Ya solos, saqué a Petunia y Tamal para que pudieran despedirse también. Tamal se acercó de prisa buscando a la veterinaria pero se paró en seco cuando se percató de Morenito tirado en la manta. Lo olfateó un poco y luego se tumbó en la puerta. Nada fuera de lo normal para ella. Petunia no pareció darse cuenta. Me tumbé a su lado abrazándolo desde atrás y empezó el chorro de lágrimas. Imparable. Ya se había hecho realidad. Ya estaba hecho. No había vuelta atrás. Inconsolable, me quedé a su lado llorando, sintiendo su cuerpo, su pelo, su calor. En un momento levanté la cabeza para encontrar a Petunia tumbada a su lado, entre sus patas estiradas. Me gustaría pensar que se estaba despidiendo pero sinceramente me imagino que más bien se había caído de lado. Pero bueno, la imagen era bonita. Lloré otro tanto, diciéndole que le quería y regañándole por dejarme. Luego me levanté. No quise acariciarlo y sentirlo frío. Quería fingir por lo menos que estaba dormido. Para que no le diera demasiado el sol, lo envolví en la manta y lo llevé a nuestro salón pequeño donde lo dejé en su sillón. Dormido. Hubo un momento en que vi sus ojos, ya sin vida y su boca entreabierta. Rápidamente quité la vista. No quise recordarlo así. Quise recordarlo en vida.
Al poco rato me llamaron a la puerta, que había venido Patri. Varias personas se habían ofrecido a acompañarme al crematorio pero dije que no hacía falta. Sin embargo, ella vino y fue una buena distracción. Llamaron del crematorio mientras desayunábamos. Como había tenido que esperar confirmación de la cita con la veterinaria no pude confirmar la cita con ellos y por lo tanto había perdido mi cita. Ya no se iba a incinerar hoy. Podía dejarlo pero lo incinerarían al día siguiente. Llegó la hora de ir. Volví al salón y la idea de coger su cuerpo inmóvil sacó de nuevo las lágrimas pero lo hice, lo llevé al coche. Nos subimos y partimos.
La Noche
Al volver a casa después de dejarlo, miré lugares donde solía tumbarse. Sus costumbres cambiaban según la temporada, por ejemplo en verano nos poníamos en el salon grande y en invierno en el nuestro para nosotros solos. Últimamente se tumbaba mucho en un rincón del patio. Ahora no se encontraba ahí. Tampoco, por la noche cuando nos subimos a la cama, estaba medio subido a la escalera esperando a que subiera yo. Sólo estaba Tamal arriba. Tampoco entró a mi - nuestra - habitación. Tampoco estaba en el balcón. Ya me eché al suelo a llorar. Estaba enfadada con Tamal. Parecía darle igual todo. Quizá lo notaba. Quizá sufría. Pero no se notaba. Mi enfado era injusto, pero enfadada me sentí. Lloré sin parar. Me dí cuenta que realmente no me había despedido de él. Me había tumbado a su lado, había llorado. Pero no le había dicho lo que quería. Sentí una enorme desesperación al no poder verle, tocarle y decirle lo que quería. Me sentía perdida, sola, abandonada. Miraba el fondo del balcón donde se quedaba a mirar al campo pero ahora no estaba y me sentía desolada. Tanto pensar en cómo quería que fuera su final - que si despedida, en casa, en el huerto - pero no pensé en qué quería decirle hasta que era demasiado tarde. Luego, me consolé recordando que podía decírselo al día siguiente, que todavía no se había hecho la incineración y había que volver. Aún había tiempo.
Y ¿qué era lo que quería decirle? Pues claro que le quería, que lo echaba de menos pero por favor volviera. Pero también que lo sentía. Me sentía de repente muy culpable. Muchos decían que debería sentirme orgullosa, que le había dado una buena vida y le había hecho feliz. En realidad le había fallado. Y mucho. Antes lo sacaba a pasear 3 veces al día, como debería ser. Lo llevaba a clases. Pasaba más tiempo en general con él. Pero desde que empecé con MoreCan, sobre todo cuando empecé a cuidar perros en casa, él perdió calidad de vida. Tenía suerte si tenia dos paseos al día (también influye el haber cogido a otro perro más jóven - Tamal - y que tenía que hacer dos paseos en vez de uno, pero eso es una excusa, él ya había perdido calidad de vida antes de su llegada). Seguía yendo a clase con él, a Agility, hasta que se jubiló, pero no dedicaba tanto tiempo a enseñarle nada. Mucho del tiempo en casa él estaba tumbado en un sitio y yo iba a lo mío, dejándole a un lado. Le había quitado mucho. Le había fallado. Y le quería pedir perdón. Y le quería pedir ayuda para no hacer lo mismo con Tamal.
Al final me levanté para ir a dormir pero me sentía perdida. No lo tenía para abrazar. No tenía nada que abrazar y sentí tal necesidad de abrazarle que cojí el móvil, puse una foto suya y me dormí, por fin, abrazada al móvil.
Al volver a casa después de dejarlo, miré lugares donde solía tumbarse. Sus costumbres cambiaban según la temporada, por ejemplo en verano nos poníamos en el salon grande y en invierno en el nuestro para nosotros solos. Últimamente se tumbaba mucho en un rincón del patio. Ahora no se encontraba ahí. Tampoco, por la noche cuando nos subimos a la cama, estaba medio subido a la escalera esperando a que subiera yo. Sólo estaba Tamal arriba. Tampoco entró a mi - nuestra - habitación. Tampoco estaba en el balcón. Ya me eché al suelo a llorar. Estaba enfadada con Tamal. Parecía darle igual todo. Quizá lo notaba. Quizá sufría. Pero no se notaba. Mi enfado era injusto, pero enfadada me sentí. Lloré sin parar. Me dí cuenta que realmente no me había despedido de él. Me había tumbado a su lado, había llorado. Pero no le había dicho lo que quería. Sentí una enorme desesperación al no poder verle, tocarle y decirle lo que quería. Me sentía perdida, sola, abandonada. Miraba el fondo del balcón donde se quedaba a mirar al campo pero ahora no estaba y me sentía desolada. Tanto pensar en cómo quería que fuera su final - que si despedida, en casa, en el huerto - pero no pensé en qué quería decirle hasta que era demasiado tarde. Luego, me consolé recordando que podía decírselo al día siguiente, que todavía no se había hecho la incineración y había que volver. Aún había tiempo.
Y ¿qué era lo que quería decirle? Pues claro que le quería, que lo echaba de menos pero por favor volviera. Pero también que lo sentía. Me sentía de repente muy culpable. Muchos decían que debería sentirme orgullosa, que le había dado una buena vida y le había hecho feliz. En realidad le había fallado. Y mucho. Antes lo sacaba a pasear 3 veces al día, como debería ser. Lo llevaba a clases. Pasaba más tiempo en general con él. Pero desde que empecé con MoreCan, sobre todo cuando empecé a cuidar perros en casa, él perdió calidad de vida. Tenía suerte si tenia dos paseos al día (también influye el haber cogido a otro perro más jóven - Tamal - y que tenía que hacer dos paseos en vez de uno, pero eso es una excusa, él ya había perdido calidad de vida antes de su llegada). Seguía yendo a clase con él, a Agility, hasta que se jubiló, pero no dedicaba tanto tiempo a enseñarle nada. Mucho del tiempo en casa él estaba tumbado en un sitio y yo iba a lo mío, dejándole a un lado. Le había quitado mucho. Le había fallado. Y le quería pedir perdón. Y le quería pedir ayuda para no hacer lo mismo con Tamal.
Al final me levanté para ir a dormir pero me sentía perdida. No lo tenía para abrazar. No tenía nada que abrazar y sentí tal necesidad de abrazarle que cojí el móvil, puse una foto suya y me dormí, por fin, abrazada al móvil.
Crematorio
Volvimos a Alcorcón y el chico muy amablemente nos explicó todo. Morenito estaba detrás de un cristál y él iba a levantar la cortina para que pudiera verle. También si quería, podía pasar dentro de la habitación. Cuando se murío mi madre, se podía pasar a despedirse y lo hice. Dije que nunca más. Lo que estaba ahí no era mi madre. Era un cadáver. Y no quería sentir lo mismo con Morenito. Sin embargo, como no me había despedido bien, decidí que tenía que pasar. Primero, nos quedamos al otro lado del cristál, hablándole, viendo sus puntos muy suyos: la uña larga esa que siempre destacaba de las demás. No parecía un cadáver. Estaba posicionado como si estuviera dormido, la cabeza apoyada en su pata, como muchas veces quedaba. Tenía el cuerpo algo abultado que en el momento nos resultó extraño. Pensamos que quizá había un cojín debajo, pero no. Pensándolo ahora es más extraño aún porque estaba muy flaco al final y aquí no se notaba o al menos no me di cuenta. Dudaba de si entraar o no, no sabía si iba a estar frío, pero al final sabía que tenía que entrar, no me perdonaría si no entraba.
Entré, me coloqué a su cabeza, y lloré otro tanto. Le dije que le quería, que sentía haberle fallado tanto, que le echaba de menos, que lo necesitaba. Parecía estar en paz. Parecía estar dormido. Sabía que no, que tenía los ojos demasiado cerrados. Él siempre tenía los ojos un pelín abiertos y si me acercaba tanto se despertaba. Ese día no se despertó. También no tenía la nariz húmeda. Seca tampoco, pero húmeda no. Justo que pensaba eso vi caer una gota, tan desapercibida que no creía mis ojos. Miré. Había caído una gota de sangre. No me estremecí. No era agradable. No sé si sería normal tampoco, pero al fin y al cabo sabía que estaba muerto, que eso era su cadáver, pero sinceramente en ese momento, parecía él, dormido, y me aferré a esa idea. Le acaricié la cabecita, suave, casi sin tocar la cabeza por si estaba fría, las orejitas, detrás de ellas. Estaba tan suave como siempre. Le di unos besos, llorando pero contenta de estar con él. Por último le rasqué el culito para que bailara allá donde estuviera, y salí. Antes de irnos volví a meterme para rascarle de nuevo el culo, como a él le gustaba, y a darle los últimos besos.
Volvimos pasadas unas dos horas y recogimos las cenizas. Pesaban un huevo, por la caja maciza explicó Patri debido a mi estúpidez de pensar que podían pesar tanto las cenizas. Ya fuimos de vuelta a casa.
Volvimos a Alcorcón y el chico muy amablemente nos explicó todo. Morenito estaba detrás de un cristál y él iba a levantar la cortina para que pudiera verle. También si quería, podía pasar dentro de la habitación. Cuando se murío mi madre, se podía pasar a despedirse y lo hice. Dije que nunca más. Lo que estaba ahí no era mi madre. Era un cadáver. Y no quería sentir lo mismo con Morenito. Sin embargo, como no me había despedido bien, decidí que tenía que pasar. Primero, nos quedamos al otro lado del cristál, hablándole, viendo sus puntos muy suyos: la uña larga esa que siempre destacaba de las demás. No parecía un cadáver. Estaba posicionado como si estuviera dormido, la cabeza apoyada en su pata, como muchas veces quedaba. Tenía el cuerpo algo abultado que en el momento nos resultó extraño. Pensamos que quizá había un cojín debajo, pero no. Pensándolo ahora es más extraño aún porque estaba muy flaco al final y aquí no se notaba o al menos no me di cuenta. Dudaba de si entraar o no, no sabía si iba a estar frío, pero al final sabía que tenía que entrar, no me perdonaría si no entraba.
Entré, me coloqué a su cabeza, y lloré otro tanto. Le dije que le quería, que sentía haberle fallado tanto, que le echaba de menos, que lo necesitaba. Parecía estar en paz. Parecía estar dormido. Sabía que no, que tenía los ojos demasiado cerrados. Él siempre tenía los ojos un pelín abiertos y si me acercaba tanto se despertaba. Ese día no se despertó. También no tenía la nariz húmeda. Seca tampoco, pero húmeda no. Justo que pensaba eso vi caer una gota, tan desapercibida que no creía mis ojos. Miré. Había caído una gota de sangre. No me estremecí. No era agradable. No sé si sería normal tampoco, pero al fin y al cabo sabía que estaba muerto, que eso era su cadáver, pero sinceramente en ese momento, parecía él, dormido, y me aferré a esa idea. Le acaricié la cabecita, suave, casi sin tocar la cabeza por si estaba fría, las orejitas, detrás de ellas. Estaba tan suave como siempre. Le di unos besos, llorando pero contenta de estar con él. Por último le rasqué el culito para que bailara allá donde estuviera, y salí. Antes de irnos volví a meterme para rascarle de nuevo el culo, como a él le gustaba, y a darle los últimos besos.
Volvimos pasadas unas dos horas y recogimos las cenizas. Pesaban un huevo, por la caja maciza explicó Patri debido a mi estúpidez de pensar que podían pesar tanto las cenizas. Ya fuimos de vuelta a casa.
En Casa
Deambulé por casa con sus cenizas en mano, limpiando el patio e imaginándomelo pegado a mi pierna buscando mimos mientras echaba agua con la manguera.
Las tenía abrazadas mientras preparaba un video de despedida. Ver sus fotos me sacaba una sonrisa. Era tan guapo, una preciosidad.
Las llevé conmigo de paseo, eso sí, en un bolso, ¡para no asustar a nadie! Nos dimos la vuelta que solíamos dar por el campo detrás de casa. Me paraba de vez en cuando a mirar atrás. No por costumbre. Sabía demasiado bien que no estaba. Sino por decisión. Quería parar y esperarle, como siempre hacía. Siempre iba detrás, a su paso, meando en todo, olfateando tranquilamente para luego venir de un trote y pasar por mi lado o pasar entre mis piernas y al poco rato volver atrás donde siempre se encontraba en todos los paseos, cuidando del rebaño. Sentía que nos acompañaba. Nos volvimos a casa felices.
También las tenía en el regazo mientras estaba sentada en el balcón mirando al otro lado donde esta vez sí le podía ver, mirando al horizonte en la oscuridad. La noche anterior había dormido agarrada al móvil porque tenía su foto. Ahora tenía sus cenizas y me dormí aferrándome a la caja pensando en todas las noches que había compartido cama con él. Recordaba sus primeras noches, en México, mi cachorrón, cuando, pensando que yo ya me había dormido, se subía a la cama conmigo, pero no en el espacio enorme que quedaba de una cama Queensize, sino en el rincón que quedaba entre mi y la orilla de la cama. Estaba prohibido subirse a la cama pero me encantaba que se saltaba la norma y quería dormir conmigo así que seguía su juego y me hacía la dormida. Siempre me dolía las veces que no quería subir a la cama conmigo. Pero de momento está ahí, al lado mío mientras duermo y de día en mi lado de la cama, donde últimamente le gustaba tumbarse ya que las normas no se le aplicaban y le gustaba aprovecharse de ello.
Sólo de una cosa me arrepiento. Al preparar el vídeo, vi muchas fotos y recordé lo mucho que le gustaban los peluches. Quisiera haberle comprado uno por su despedida, y mirarle, feliz, mientras le sacaba las entrañas.
Te quiero Papito. Te echo de menos. Tanto que duele.
Petunia y Tamal me ayudarán a superar eso pero tú les has puesto el listón muy alto. Inalcanzable.
Deambulé por casa con sus cenizas en mano, limpiando el patio e imaginándomelo pegado a mi pierna buscando mimos mientras echaba agua con la manguera.
Las tenía abrazadas mientras preparaba un video de despedida. Ver sus fotos me sacaba una sonrisa. Era tan guapo, una preciosidad.
Las llevé conmigo de paseo, eso sí, en un bolso, ¡para no asustar a nadie! Nos dimos la vuelta que solíamos dar por el campo detrás de casa. Me paraba de vez en cuando a mirar atrás. No por costumbre. Sabía demasiado bien que no estaba. Sino por decisión. Quería parar y esperarle, como siempre hacía. Siempre iba detrás, a su paso, meando en todo, olfateando tranquilamente para luego venir de un trote y pasar por mi lado o pasar entre mis piernas y al poco rato volver atrás donde siempre se encontraba en todos los paseos, cuidando del rebaño. Sentía que nos acompañaba. Nos volvimos a casa felices.
También las tenía en el regazo mientras estaba sentada en el balcón mirando al otro lado donde esta vez sí le podía ver, mirando al horizonte en la oscuridad. La noche anterior había dormido agarrada al móvil porque tenía su foto. Ahora tenía sus cenizas y me dormí aferrándome a la caja pensando en todas las noches que había compartido cama con él. Recordaba sus primeras noches, en México, mi cachorrón, cuando, pensando que yo ya me había dormido, se subía a la cama conmigo, pero no en el espacio enorme que quedaba de una cama Queensize, sino en el rincón que quedaba entre mi y la orilla de la cama. Estaba prohibido subirse a la cama pero me encantaba que se saltaba la norma y quería dormir conmigo así que seguía su juego y me hacía la dormida. Siempre me dolía las veces que no quería subir a la cama conmigo. Pero de momento está ahí, al lado mío mientras duermo y de día en mi lado de la cama, donde últimamente le gustaba tumbarse ya que las normas no se le aplicaban y le gustaba aprovecharse de ello.
Sólo de una cosa me arrepiento. Al preparar el vídeo, vi muchas fotos y recordé lo mucho que le gustaban los peluches. Quisiera haberle comprado uno por su despedida, y mirarle, feliz, mientras le sacaba las entrañas.
Te quiero Papito. Te echo de menos. Tanto que duele.
Petunia y Tamal me ayudarán a superar eso pero tú les has puesto el listón muy alto. Inalcanzable.